domingo, 24 de febrero de 2019

La labor del historiador: Preston vs Payne.

Es increíble como dos obras que tratan el mismo periodo histórico pueden llegar a diferir tanto entre sí. Si hay algo que aprendí en la Facultad de Historia es que el historiador debe esforzarse, poniendo en ello todo su empeño, por mantener la objetividad ante los hechos que está investigando y tratando. Después de leer "El holocausto español" de Paul Preston y "Franco: una biografía personal y política" de Stanley Payne y Jesús Palacios tengo que admitir que me embarga una sensación francamente agridulce, a decir verdad bastante más agria que dulce. 
Dulce porque disfruto leyendo ensayos históricos y biografías, y más si versan sobre un periodo de nuestra historia tan apasionante como determinante. El paso previo a la España del siglo XXI ha sido, es y será  la España del siglo XX y más vale que vayamos aprendiendo de ella en lugar de andar tratando de maquillar o, directamente, tergiversar la Historia de este país en función de los intereses de cada uno.
Agria porque, como decía al principio, es sorprendente (y decepcionante) que ambas obras difieran tantísimo en el tratamiento y exposición de los sucedido, tanto durante los años previos a la Guerra Civil española como sobre la figura del general Francisco Franco.
Ninguna de los dos libros es objetivo, aunque en mi opinión, el de Paul Preston se lleva la palma de largo. Una pista al respecto la encontramos en los agradecimientos de su libro, donde Preston menciona especialmente a su esposa por ser "la única que conoce el coste emocional que ha supuesto la inmersión diaria de esta crónica inhumana" (El holocausto español, ed. Debate, p. 15) 
La labor del historiador es difícil, tan difícil como importante y necesaria, y cuando se pierde la objetividad es muy complicado llevar a cabo esa labor de manera óptima. La labor del abogado no es la de ser juez.
Entiendo perfectamente que es muy complicado mantener esa objetividad al cien por cien. Cuando uno se sumerge en el profundo estudio de unos hechos o en el análisis de la vida de alguien, es comprensible que mantenerse al margen puede resultar arduo, imposible incluso, pero el historiador nunca debe perder de vista que su labor no es ni más (ni menos) que la de exponer las vidas y los hechos de los que nos precedieron, tratando de explicarlas pero jamás juzgando. Cuando el historiador se convierte en juez deja de ser historiador y pasa a convertirse en otra cosa. Mejor o peor ya no lo sé, que cada uno decida. 
La sociedad necesita historiadores. Del mismo modo que una persona con alzheimer, sin memoria, sin recuerdos, deja de ser ella misma, una sociedad que olvida su historia pierde por completo su identidad. Igual que si pretendemos reinventar nuestra propia historia personal, lo único que conseguimos es engañarnos a nosotros mismos, cuando se pretende adaptar los hechos y las vidas pasadas a nuestros puntos de vista e ideologías actuales, lo único que conseguimos es condenar a la sociedad al olvido y al autoengaño.
Esto es precisamente lo que he percibido en estas dos obras. Ambas trabajan con fuentes similares, ambas manejan los mismos datos históricos... o eso dicen, ya que ambas retuercen e interpretan esos mismos datos y fuentes de manera más o menos forzada, para adaptarlos a sus respectivas visiones subjetivas. Ese es el gran problema al que se enfrenta la Historia hoy en día. 
Figuras como Azaña o Gil-Robles, como protagonistas que fueron, aparecen en ambos libros y lo hacen de manera tan diferente que da la sensación de que en vez de dos fueron cuatro. El Gil-Robles de Preston, que dicho sea de paso le sirve como modelo para tratar a toda la derecha española de la época, desde sus líderes hasta el más humilde de sus votantes, es un ser poco menos que demoníaco, un sibilino conspirador, fascista convencido cuyo único propósito desde el principio es socavar cualquier intento de instaurar la democracia en España y derribar a la joven república. La derecha de Preston, desde la más moderada hasta la Falange de José Antonio, pasando por la CEDA, los carlistas y los monárquicos está compuesta por bárbaros violentos que consideran a la clase trabajadora (como si no hubiese trabajadores que votaron a las derechas) como seres poco menos que infrahumanos. Esta idea se repite machaconamente durante toda la obra, tanto que termina por resultar cansina y difícilmente asimilable para el lector por absurda. Englobar a la mitad de la población en ese cliché no resulta verosímil. En el otro lado en cambio tenemos a la izquierda. O las izquierdas. Unos santos varones cuyos actos de violencia, siempre menores y justificados, no eran más que la respuesta inevitable a los desmanes del otro lado. 
Preston trata los datos, en cuya veracidad no entro, de manera profundamente desigual. Al hablar de los muertos o heridos causados por la derecha entra al detalle, tanto en el número como en los hechos. Describe las muertes con escabrosa meticulosidad deleitándose en esa "crónica inhumana" que el mismo cita. Cuando toca mencionar la violencia causada por las izquierdas suele dar una cifra general y poco más.
En el caso de Payne y Palacios ocurre lo contrario. Se nos presenta una derecha, encabezada por el citado Gil-Robles al frente de la CEDA, que se resiste a contravenir el orden constitucional y republicano. Una derecha conservadora y católica pero moderada, que rechaza la violencia y se resiste a cualquier modo de insurrección armada. Frente a ellos, unas izquierdas revolucionarias, encabezadas en la parlamento por Largo Caballero y sus discursos radicales (que Preston se limita a calificar como meras palabras sin ninguna verdadera intención, algo así como la declaración de independencia de Puigdemot y compañía) Fuera de las cámaras los anarquista (CNT y FAI) que andaban practicando la revolución siempre que tenían ocasión. En medio, un Manuel Azaña odioso, cuya única ambición, además del poder, era la de alejar a la derecha de cualquier institución. La Repúclica, para Azaña, o era de izquierdas o no era y si para ello había incluso que alentar un alzamiento militar que movilizase a las masas para que estas cayesen en manos de la izquierda... que así fuese.
Como digo, ambas visiones son incompatibles. Imposibles. Y como mi padre me enseñó, en el término medio suele estar la virtud.
Durante décadas la historiografía se ha volcado en una determinada visión de la historia de España que exculpa de todo a la izquierda y castiga sin piedad a la derecha. Incluso hoy en día. Del libro de Payne y Palacios me quedo con ciertas ideas poco señaladas por los historiadores. El primero, la  proclamación de la II República fue un golpe civil, incruento, pero un golpe contra el orden establecido. Se produjo después de unas elecciones locales en las que los partidos republicanos consideraron que su victoria les legitimaba para modificar unilateralmente la forma de estado y la Constitución. Y ello sólo fue posible porque los militares, los militantes y votantes de derechas y el mismo Rey, su majestad Alfonso XIII, decidieron no oponerse. Pero eso no exculpa a dicha proclamación de ser un golpe bastante similar al que se intentó en Cataluña hace algo más de un año.
Segundo, como decía antes, la ambición de la izquierda, personalizada en Manuel Azaña, fue la de excluir a la derecha de la República. Azaña, Largo Caballero y la izquierda en general, no querían una República democrática, querían una República de izquierdas, como si la izquierda fuese la única opción legítima. Que los ciudadanos votasen a partidos de derechas les resultaba inconcebible y lo achacaban a presiones, violencia, chantajes etc
Algo parecido ocurre hoy en día, desgraciadamente, cuando desde la izquierda se deslegitima el voto a cualquier opción de derecha o centro derecha. El problema de las izquierdas españoles es que nunca han llegado a entender que sus planteamientos no han sido aceptados por gran parte de los votantes españoles, y no lo serán, porque muchos prefieren otros planteamientos, igual que los preferían en los años treinta.
El problema de todo esto es que al final la Historia se ve en vuelta en las luchas políticas... y si permitimos que esto suceda estamos perdidos. Hay que leer a Preston, a Payne y a tantos y tantos historiadores que han escrito sobre el tema, cuantos más mejor, y al final tener el suficiente entendimiento para aprender de los hechos pasados.
Me gustaría resaltar una idea de nuevo, el trabajo, la labor de la Historia (y por tanto del historiador), no es la de juzgar el pasado, principalmente porque cualquier juicio basado, como no puede ser de otra manera, en nuestros actuales valores morales, en nuestro sistema jurídico, en nuestros principios etc , resultará inequívocamente negativo para ese pasado que, lejos de ser juzgado, debe ser conocido para nuestro propio aprendizaje. Igual que nuestros padres y abuelos nos enseñan lo mejor que saben con su experiencia, la Historia debería hacer lo propio, sin ninguna pretensión de guiarnos o indicarnos el camino, simplemente (que no es poco) con la ambición de darnos cuanta más información mejor para poder tomar las decisiones adecuadas... y no tropezar de nuevo con las mismas piedras que nuestros antepasados... difícil tarea ¿no creéis?

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