Cuando Obélix dice eso de “están locos estos romanos” no le falta
razón y es que para algunas cosas los romanos eran un poquito brutos. Si sus
legiones fueron invencibles durante varios siglos fue, en gran medida, por la
férrea disciplina que demostraban en batalla y ello se debía tanto a la buena
preparación de los legionarios fruto de una vida dedicada al servicio militar,
como a los durísimos castigos que debían afrontar en caso de incumplimiento del
deber.
Los castigos físicos eran muy
habituales y las faltas más leves eran castigadas con azotes propinados por el
centurión con su vitis, una vara
corta hecha de sarmiento de parra. El centurión tenía potestad para decidir que
se consideraba falta leve con lo que tenía bastante manga ancha a la hora de
castigar. Para penas mayores, especialmente de muerte, se precisaba la
aprobación de oficiales superiores. Si un soldado abandonaba su guardia o se
quedaba dormido era condenado a muerte por apaleamiento o lapidación. Los
ejecutores eran, además, sus propios compañeros cuyas vidas había puesto en
peligro el infractor. Se repartían unas varas de madera entre los legionarios,
el sentenciado era despojado de sus ropas y, desnudo, era rodeado por los
demás. En cuestión de minutos era molido a palos hasta morir. Las deserciones se castigaban
con igual dureza pero con una muerte considerada indigna, la crucifixión. Con
semejantes castigos es fácil suponer que las deserciones o incumplimientos del
servicio se redujeron a la mínima expresión en el ejército romano.
Una de las acepciones que el DRAE
da para la palabra diezmar es “castigar a uno de cada diez cuando son
muchos los delincuentes o cuando son desconocidos entre muchos” Para
encontrar el origen de este significado hay que remontarse, de nuevo, al
Imperio Romano, en concreto al peor castigo que podían sufrir las legiones. Si
una legión era considerada culpable de cobardía, de abandono ignominioso del
campo de batalla o de amotinamiento, se podía imponer la pena de la decimatio (diezmo). Diezmar una legión
consistía en matar a uno de cada diez legionarios. Divididos en grupos de diez,
los soldados debían echar a suertes, sin distinción de rango, quien era el
desafortunado que iba a morir y el elegido era ejecutado por los otros 9 a
palos o lapidado. Si se negaban podían ser condenados todos y una vez pronunciada
la “sentencia” los legionarios no podían apelar a nadie ya que el general al
mando de una Legión era la máxima autoridad y gozaba de plenos poderes sobre sus
hombres. Este castigo nunca fue habitual
ya que resultaba contraproducente por desmoralizante y es que lo de moler a
palos a un compañeros no contribuía a levantar el ánimo de nadie y predisponía
a la tropa contra el general que ordenaba la matanza. Aún así hay testimonios
de ello. Durante la revuelta de esclavos liderada por el tracio Espartaco,
entre 73 y 71 a.C., Marco Licinio Craso recibió el mando de seis legiones de
nueva formación que se sumaron a las dos supervivientes de los anteriores
cónsules Léntulo y Gelio, que habían sido derrotadas por Espartaco. Craso
consideró que la derrota frente a una turba de esclavos era una vergüenza para
las armas de Roma y ordenó la diezma de dichas legiones. Una legión de aquella
época venía a constar de unos 5.000 hombres así que podéis haceros una idea de
lo dramático que resultaba el castigo. Cada legión se dividía en diez cohortes
y podía darse el caso de que el castigo se aplicase, exclusivamente, sobre una
de ellas también por sorteo. Los soldados supervivientes debían dormir fuera
del recinto del campamento, con el peligro que ello entrañaba, y se les
cambiaba su ración de trigo por cebada.
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